Historia de un pobre mejillón
La historia de mi
vida es triste y funesta. Me recogieron del mar unos pescadores cuando estaba
asido a la roca, me llevaron a un almacén junto a mis compañeros y desde ahí me
metieron en mi nueva casa, en mi nuevo cubículo. En una especie de zulo
metálico sin orificios, cerrado a presión y con una especie de líquido
anaranjado que me cubría parcialmente.
Sí, en
efecto, soy un mejillón, y estoy en un
plato listo para comer. Bueno, eso pensaba, pero visto lo visto ya no sé que
opinar.
Llevo aquí,
posado en un plato transparente y con un palillo que me atraviesa, la friolera
de 2 meses. He soportado el viento, el sol, la lluvia, los picotazos y las miradas piadosas de los
personajes que van transitando por la habitación y observan incrédulos cómo
estoy sólo aquí en la repisa de la ventana.
No sé cómo
explicar los que ha sido mi existencia. Sé que estuve unos meses en Carrefour,
en la sección de conservas. Duré una semana. Luego pasé al estante principal,
en el que con grandes caracteres se anunciaba que estaba en oferta, una oferta
irresistible, ya que si comprabas una lata de tomate te regalaban una de
mejillones(es decir a mí o a uno de los míos). Es triste decirlo, pero
estábamos de saldo. Nadie nos quería ni
regalados. No éramos la primera opción de consumo, si no un una especie
de lote en el que estábamos incluidos.
Yo me hacía una
reflexión. A dónde llegará mi penuria cuando hay clientes que no reparan ni en
coger la lata de mejillones, cuando saben que, al llevarse el tomate, es
gratuita.
Veo a una señora
oronda y con escasez de altura, que me mira muy fijamente. Parece que voy a
tener suerte y alguien me va a consumir. Alza su brazo, se empina y...me pasa
de largo. Intenta sin éxito coger el tomate. Vuelve a intentarlo, toca con sus
dedos el tomate, le da un pequeño empujón para que caiga, pero no se percata
que yo le quedo a la altura de su codo y ,al recoger al vuelo el tomate, dobla
el brazo, propinándome un empujón tan fuerte que caigo sin remisión al suelo.
Allí siento un tremendo golpe, unos cristales
rotos y una masa de tomate triturado que me cubre. Efectivamente, he quedado
cubierto de salsa de tomate, del tomate deseado por la señora. La gente pasa
por mi lado y me mira con cara de asco. Un niño pequeño con un globo observa
con la mirada al techo el globo que sostiene con sus manos , e
irremisiblemente me pisa, pierde el equilibrio y cae al suelo.
La madre
enfurecida le suelta al niño un cachete en el trasero y es que no le perdona
que sea tan despistado y lo que es peor, no sabe cómo quitar las manchas de
tomate, con las que han quedado impregnadas, el pantalón bermudas de color
crema y la camisa blanca impoluta del Real Madrid.
Esa ira contenida
la paga conmigo, me suelta un puntapié que me hace deslizarme varios metros por
el centro comercial, con tan mala suerte que me detengo justo debajo de un
estante. Allí donde nadie me ve y donde la oscuridad es absoluta. En esa, mi
nueva casa, pasé toda la temporada de invierno. Ni recuerdo los días o meses
que permanecí en la soledad más absoluta, sin nadie que me mirase, sin nada que
mirar y sin posibilidades de ser consumido.
Afortunadamente,
cada temporada hay una renovación de estantes. Ya es verano y hay que dar paso
a productos más refrescantes. Comienza el movimiento de estantes, hasta que le
toca al mío, el que me ha estado cubriendo durante tantos meses. Unas personas
con mono azul, comienzan a desplazar ese expositor alimenticio, hasta que por
fin veo la luz. Milagrosamente consigo volver a integrarme en la vida
comercial.
El gentil hombre
que ha desplazado el armario, me recoge con lástima y me lanza al carro, junto
a otros desperdicios que ha encontrado en los lugares más recónditos.
Unos tienen la
mala fortuna de ir al cubo de basura, otros al almacén y otros, los más
afortunados, vuelven a los estantes. Estoy nervioso. No sé lo que me
corresponderá. Espero que mi fecha de caducidad sea lejana y que vuelva a estar
de moda, aunque sea en verano.
Afortunadamente
me posan en la sección de conservas, junto a las latas de caballa y pulpo con
tomate, a un precio casi irrisorio.
Pasan los días, pasan los clientes y nadie repara en mí. Mi compañera la lata
de caballa me abandonó hace unos días. Unos chicos jóvenes hicieron acopio de
conservas y junto a la lata de caballa, también compraron una de anchoas, otra
de pulpo a la vinagreta, una de atún y más ,que no me dio tiempo a mirar. Pero
yo seguía ahí, impasible.
Ya estaba
perdiendo la esperanza cuando...un distinguido personaje, bien trajeado se acerca
poco a poco. Mira a un lado y a otro. Parece que no quiere llamar la atención o
que le diese vergüenza que alguien le pillase cogiendo una lata de mejillones.
Con rapidez y disimulo, estira el brazo, mirando hacia otro lado. Siento cómo
me agarra torpemente, hace amago de lanzarme al carro, pero parece que se
arrepiente. Me vuelve a depositar en el mismo sitio, pero no parece convencido
de su acción. Comprueba el precio de otras latas , de mis congéneres, pero
tampoco le convencen, así que vuelve a asirme con sus manos y esta vez sí que
caigo en el carro.
Siento una enorme
satisfacción. Miro a un lado y a otro y encuentro patatas fritas onduladas,
ganchitos, aceitunas, berberechos y hasta una tarta. Es mi día de suerte voy a
ser consumido en una celebración de cumpleaños, de aniversario o vete a saber
qué.
Ya queda poco
para salir del inmundo centro comercial en el que había estado recluido buena
parte de mi existencia conservera. Me encuentro aplastado en el fondo del
carro, un carro con ruedas que se deslizan con destino a la línea de cajas.
Es como un ligero cosquilleo lo que siento,
no en vano acabo de ser pasado por el lector del código de barras que llevo
adherido a mi funda, desde aquí soy arrojado a una bolsa transparente y
finalmente soy depositado en el maletero de un destartalado vehículo.
Apenas sin darme
cuenta, llego a mi destino final, que no es otro que un edificio de oficinas
algo caduco.
Siento una
explosión de libertad, cuando mi “salvador” abre el cubículo por la parte
superior y me vuelca sobre un plato trasparente de cristal. Me sitúa en el
único sitio libre que quedaba, en una mesa ya atestada de alimentos y decorada
con muy mal gusto.
El personal se
arremolina alrededor de la tabla. Parece que están hambrientos y comienzan a engullir
con ansia y desesperación todo cuanto encuentran. Yo me encuentro en el vértice
de la mesa, pero nadie repara en mí. Comen sándwiches, patatas, aceitunas,
cebolletas, jamón y hasta pepinillos, pero nadie come mejillones, nadie saborea
en su paladar, para después triturar y engullir el exquisito manjar de color
anaranjado.
Casi no queda
comida, pero nadie parece que tenga ojos ni estómago para un pobre mejillón.
Hay alguien que
vocifera: ¡Quita las sobras de una
vez!, ¡¡Si, si saca la tarta y retira
el maldito plato que no hace más que estorbar!
¿Pero qué se
habrá creído el tipo éste?, reflexiono para mí.
Llamarme desperdicio o maldito plato. Tan recatado y elegante que
parecía cuando me recogió del centro comercial y ahora me considera poco menos
que una molestia. Pues se podía haber ahorrado el comprarme, ya que seguro
habría mucha gente interesada en disfrutar de mi placentero sabor y sin
insultar.
Alguien me agarró
del plato sobre el que estaba posado, abrió el antiguo ventanal y me depositó
sobre la repisa. .
Y aunque parezca
mentira ahí sigo. Sufriendo las inclemencias meteorológicas y observando la
cara de estupor de las personas que
acceden al cuarto al que ilumina mi ventana. Es ridículo, pero tengo la
impresión de que es esta sala es donde reciben a los personajes importantes. Lo
cierto y verdad es que hacen visitas relámpago. Me miran con cara de entre asco
y asombro, luego de incredulidad, me olfatean y salen despavoridos, arguyendo
cualquier excusa.
Y ésta es la
historia de mi existencia, que espero concluya pronto. Mis esperanzas de ser
consumido se han desvanecidos, así que imagino que mi destino será la basura,
si es que alguien tiene a bien quitarme de esta mi ventana.
3
años más tarde
Hoy hay visita.
El director general de la compañía se desplaza por 1ª vez en los últimos 10
años para ver las instalaciones y lo hace por sorpresa. El servicial y elegante
empleado hace los honores de enseñarle las instalaciones.
El primer sitio
que visita (y el único), es la sala de invitado, el cuarto Vip, la más lustrosa
de cuantas existen en el ruinoso
edificio.
Entra y
observa a la ventana. Se queda asombrado, impávido y dice: ¡¡PERO QUE ES ESTO!! El distinguido personaje
que normalmente tiene salidas para todo se queda en blanco. No sabe dónde
meterse, no sabe que contestar, se imagina que tiene los días contados.
Balbucea y acierta a decir:
-...es que
tuvimos una celebración y...- . No digas más, replica el Director General.
Desde mi ventana
noto como le brillan los ojos, como le embarga la emoción. No sé que le ocurre.
Imagino que saldré despedido por los aires.
Pero no. Parece
que se ha vuelto loco. Sonríe y exclama:
- ¡¡ES LO QUE
QUERÍA, ES GENIAL!!¡¡ DISÉCALO!!. Definitivamente, quiero que ésta sea la
imagen corporativa de la empresa. Es lo que andaba buscando- , sentencia el Sr.
Director
Y ahí estoy. No
me han comido pero soy famoso. Ahora me llaman “MEJI” y aparezco como
logotipo de la empresa en sobres, certificados, luces de neón, baldosas, etc.
Y sigo en mi
plato dentro de un expositor en la sala Vip. Soy el centro de atención, no sé
si para la satisfacción o la
repugnancia, de todos cuantos acceden a este sala para ver a un pobre mejillón
convertido en estrella.
Oscar, 28 de
junio de 2005